El fallo que tuvo el segundo juicio contra Martín Larraín, fue 3 a 0, unánime, en declararlo inocente.
Muchos observadores, que han
saturados las redes sociales, asumen que la cercanía de la familia del acusado
con el poder político y económico, pudo influir en la decisión de los jueces,
más allá de las leyes, directa o indirectamente, perjudicando a la familia, de
escasos recursos, del atropellado Hernán Canales.
Se han argüido muchas razones
para reclamar sobre el fallo, pero, hasta el momento, ninguna ha sido de un peso tal como para
presentarla ante una corte e implique dar vuelta, nuevamente, el resultado del
juicio. Sobre todo, considerando que, tanto la defensa como la fiscalía, fueron
escuchadas, presentaron sus pruebas, interrogaron a testigos y dieron a conocer
sus planteamientos sobre la situación.
En un régimen democrático, los
tres poderes del Estado están separados y son plenamente autónomos. Los jueces
dedican sus vida a esta labor y se preparan lo más profesionalmente que quepa
esperar. Desde esta perspectiva, no
podemos presumir intención alguna por parte de sus integrantes, como no sea la
de administrar justicia dentro de nuestro país, en los litigios que se les
presenten, de acuerdo a la interpretación que sus conciencias hagan de las
leyes.
En particular, hoy la absolución
de Martín Larraín puede que no nos guste o moleste en extremo, pero es perfectamente
factible que, mañana, estos mismos jueces, puedan fallar, en otra situación, en
una dirección que nos satisfaga o favorezca. Por tanto, queda como tarea, para
quienes se dicen partidarios de una democracia, aceptar los fallos que emitan
los tribunales, atendidos todos los procedimientos que la ley determine.
Tengamos siempre presente que,
pese al dolor que se ve involucrado en estas situaciones, se trata de hacer
justicia, no de vengarse…