Con la cercanía del 5 de octubre, me propuse escribir unas
líneas atingentes al plebiscito de 1988.
Empecé varias veces. Probé distintos enfoques. Traté de
hablar de todo lo que había pasado y de imaginarme el futuro. Describí el
esfuerzo que hicimos esa noche, todos aquellos que estuvimos formando parte del
recuento de votos del NO. Acusé, también, la larga lista de atropellos a los
derechos humanos, de los desaparecidos.
En fin, una larga lista de posibilidades que no lograba hilvanar
o darle un orden lógico, para expresar mis sentimientos. Porque así traté de
escribirlo: no haciendo una historia de hechos, sino de las emociones que iban apareciendo a medida
que avanzaban los cómputos.
Pero, en mi mente, se entremezclaban hechos con emociones,
claro indicio que se presenta cuando trato de escribir de algo que no tengo del
todo superado o cerrado. Tampoco podía pasar por sobre este enredo. Y, más
encima, seguía en el punto de partida: con la hoja en la pantalla, en blanco.
Aún no aparecía carácter alguno.
Al final, concluí que no debía darme tantas vueltas, ir más
al grano y mejor limitarme, solamente, a
expresar lo que, en el hecho, era lo medular del tema.
Y esto, eran sólo dos ideas:
La primera de ellas, era expresar la inconmensurable alegría
que significó darme cuenta que no estaba equivocado, como tantas veces llegué a
temerlo: la mayoría de los chilenos queríamos vivir en un país en paz y sin
ataduras, que la dictadura, con sus agresividades y violencia, debía irse…
La segunda de ellas, era recordarles a quienes lo vivimos y
contárselo a quienes aún eran muy pequeños o no habían nacido, que al día
siguiente del plebiscito, el 6 de octubre, el sol iluminó mucho más fuerte y
entibió muy profundamente el alma de todos los chilenos…
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