domingo, 27 de junio de 2010

El Supermercado

Todos los martes la esperaba en la esquina. Se despedía de las compañeras y empezaba a caminar. Irradiaba presencia, todo lo arremolinaba: los árboles, los postes, las plantas de los jardines. Nada permanecía indiferente a su paso. El andar pausado y distinguido dentro del uniforme de colegio, la falda 2 dedos encima de la rodilla, los calcetines azules haciendo juego, mostraba una energía vital mucho más grande que el cuerpo que la contenía.

Hacía un esfuerzo para no correr a abrazarla. Veía acercarse su sonrisa, sus ojos, su pelo en dos trenzas. Me abrazaba con el impulso que traía. Sentía el choque de los labios, pechos y vientre. Los brazos en torno a mi cuello y mis manos sintiendo la espalda a través de la tela del vestido.

Partíamos a su casa, frente a una plaza que tenía grandes cántaros de greda, en la parte más tradicional de la Comuna de Ñuñoa. Obviamente, no había nadie. La madre trabajaba, el hermano mayor estaba en la Universidad (nunca supe si sabía de esto), y su hermano menor en la casa de su abuela, donde pasaban a buscarlo en la noche. Del padre no se hablaba mucho…

Eran 3 horas solo de nosotros para adentrarnos en la vida. La torpeza de la inexperiencia era nuestra ternura y la ansiedad, el cariño. La tersura de su juventud, la belleza de las formas, la agilidad de los movimientos, la fuerza de la naturaleza en cada una de las curvas me llevaba a inundarla una vez más y otra y otra... Frente a su desnudez no cabía razonamiento alguno y frente al ofrecimiento de acogerme...

Al anochecer, salíamos a la plaza a esperar a la madre y hermanos. Nos reíamos viendo a otras parejas besando y acariciándose furtivamente en los escaños menos iluminados.

Duró todo el año escolar, aumentando cada martes en intensidad...

Una noche de noviembre, mientras comíamos, mi papá anunció que lo trasladaban a Punta Arenas. Mínimo dos años y debía estar instalado la primera semana de enero. . Mantuve la indiferencia, pero perdí el apetito.

Indiferencia que no se repitió cuando comuniqué la noticia. Abalanzada sobre mi pecho lloró amargamente mientras clavaba sus uñas en la espalda. Esa pascua y año nuevo fueron espantosos. Los encuentros se convirtieron en lágrimas y la ansiedad en desesperación.

Nada puede ser triste en la vida después de ese último beso, la noche antes de embarcarme.

Al comienzo, llorábamos todos los días escribiendo. Pronto, nos convencimos que la mayor cantidad de palabras no cambiaría la situación final. Así, acordamos que siempre habría una carta en camino, en una dirección u otra. Sin embargo, entre líneas, era posible notar la desesperanza de una situación no tenía desenlace en el mediano o largo plazo.

Un día, la carta que envié fue devuelta al remitente. Me extrañó, porque la dirección iba bien escrita. Volví a escribir y también fue devuelta. Envié 2 o 3 más que siguieron la misma suerte… Dejé de hacerlo y no supe más de ella. Sus recuerdos los guardé, con más de una amarga lágrima, en un espacio no pequeño de mi corazón y la vida siguió su curso...


Ya adulto, después de una estadía en el extremo austral mucho más larga que los dos años anunciados por mi padre, volví a Santiago trasladado por razones profesionales.

Una tarde en un supermercado, doblé en un pasillo con una larga lista de esos productos que los hombres nunca encontramos en las góndolas, menos aún atestado de gente, en víspera de fiestas patrias. Levanté la cabeza y ahí estaba… en el otro extremo, a unos 10 metros de distancia.

Algo más ancha de caderas y con otro peinado, el mismo porte majestuoso, arremolinando las góndolas, los carros, las conservas, botellas y cajas. Frente a mi, miraba para otro lado. Llamaba a alguien en el pasillo lateral… Apareció un hombre, más o menos de mi edad tirando un carro, 2 muchachos veinteañeros y una adolescente. Quedé aún más impactado: la niña era idéntica a su mamá de joven. El tamaño, la forma de su cara, su forma física, el color del pelo y las dos trenzas. Faltaba, sólo, que corriera y me besara…

Algo conversaron, como poniéndose de acuerdo. Era evidente que ella manejaba la situación. Luego, partieron por donde habían venido: primero los 3 jóvenes, después el padre y al final, ella…

Antes de desaparecer tras el extremo de la góndola, me miró… No fue una mirada casual. Ella no movió la cabeza para cualquier lado y se encontró casualmente conmigo. Miró solamente hacia donde yo estaba. Fue una fracción de segundo que nuestros ojos se encontraron.

El más escondido arcón de recuerdos, cerrado con un antiguo y oxidado candado, explotó. Afloraron con la misma intensidad de siempre, sentimientos guardados por más de 25 años. No he vuelto a sentir lo mismo con ninguna otra mujer, desconozco la razón. Tal vez, nuestra adolescencia o su entrega total y gratuita o el compromiso de sentir y hacer sentir todo lo que nuestros cuerpos daban o la ausencia de maldad... Vaya uno a saber...

Quedé paralogizado largo rato. Dos niños que pasaron jugando, me sacaron del aturdimiento. El primer impulso fue partir tras ella y alcancé a dar un par de pasos...

Pero, volví a los cabales, tomé nuevamente el carro y seguí buscando esos productos que mi señora siempre encarga y que son tan difíciles de encontrar…

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