viernes, 15 de octubre de 2010

Mi Gran Amigo

Nos despedimos con mi gran amigo y me dirigí a casa. En algunos árboles, se escuchaban los primeros trinos y gorjeos.

Éramos amigos algo más de 6 años, cuando mi familia llegó a vivir al barrio. Pese a diferencia de edad a su favor y a actividades cotidianas muy alejadas, desde el primer momento, mostramos una fuerte disposición para conversar y escucharnos. En este tiempo, habíamos gastado una infinidad de horas en caminatas diurnas, vespertinas y nocturnas, conversando sobre nuestras angustias, temores, incertidumbres, anhelos y esperanzas de adolescencia y juventud.

Esa noche lo acompañé a ver a la Miriam, una “polola” con quien llevaba 3 o 4 meses. No creo que este haya sido su verdadero nombre, era claramente una chapa.

Miriam trabajaba en un prostíbulo, ubicado en una calle perpendicular a 10 de Julio y que, en ese tiempo, reputaba de elegante. Según me explicó mi gran amigo, mientras caminábamos a verla, la categoría de “polola” significaba que ninguna otra mujer accedía a atenderlo. Además, los favores ofrendados por Miriam, no siempre eran pagados. Más de alguna vez, su mayor precio era el compromiso emocional, sentirse con una pareja que aceptara su trabajo y no hiciera preguntas

No hacer preguntas debe haber sido una gran motivación. No sólo, me enteré esa noche, se veían en el lugar de trabajo de la mujer. También aprovechaban un departamento, que el papá de mi amigo tenía en Providencia y que estaba vacío, para juntarse mañanas o tardes enteras.

Cuando llegamos, ella corrió a sus brazos. El resto de las mujeres, sabiendo que yo iba sólo de acompañante, no mostró mayor interés en acercarse. Así estuve un largo rato, no podría precisar cuanto, contando moscas o mirando el entorno, mientras los “pololos” conversaban en voz baja y se hacían arrumacos.

Pero, Miriam estaba trabajando, de manera tal que esta distracción le impedía atender clientes. La licencia tomada no podía ser muy larga. La casa perdía dinero…

El camino de vuelta, a una hora indeterminada de la noche, lo hicimos caminando. Desde una esquina de 10 de julio a la mitad de Irarrázabal, era una buena caminata.

La conversación fue única y recurrente. Repetida cuadra a cuadra.

Amo a esta mujer. Quiero estar con ella. Me habría quedado con ella toda la noche. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo me las arreglo?

No tienes vuelta ¿O tienes otra alternativa? Esto debe ser algo pasajero. Por último, piensa en que trabaja, a que se dedica. No sabía que más decirle o como apoyarlo. En mi defensa, puedo alegar que, en una semana más, yo cumplía 19 años.

Un par de veces se le quebró la voz e imagino que deben haber rodado un par de lágrimas.

Estuvimos, calculo, más de dos horas en una esquina equidistante a nuestras casas, mareándonos con las mismas frases. No salíamos de ahí, no había otro tema, el resto del mundo no existía, ni importaba.

Al final, el cansancio terminó por ganar la batalla y salimos despidiéndonos de un momento de silencio…

Antes de cruzar la reja de mi casa, miré mi reloj. En doce horas más, en la iglesia de Vitacura con Cuarto Centenario, delante de muchas personas, dentro de las cuales estaría yo, mi gran amigo estaría, ante el altar, dando el Si.

Esta noche había sido su despedida de soltero...

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