Aprendí en el colegio que las democracias modernas, se basaban
en la separación e independencia de los tres poderes del estado: ejecutivo,
legislativo y judicial.
Esto fue escrito por los enciclopedistas franceses contemporáneos a la revolución francesa y
asumido, casi simultáneamente, en la Declaración de Independencia de los
Estados Unidos, al otro lado del Atlántico.
La separación ha estado presente en los escritos constitucionales
que han existido en nuestro país, desde sus albores, por allá a fines de la
segunda década del siglo XIX. Y con esta separación, Chile ha enfrentado,
incluso, guerras externas sin que alguien pensara en lo contrario.
Sólo en 1891, los poderes legislativo y ejecutivo entraron en pugna,
al no respetarse mutuamente los límites, con sangrientos resultados.
Pero la Constitución de 1925, siguió firme esta tradición. Así nuestro largo y
angosto país, desarrolló una democracia, que era admirada y envidiada desde el
Río Grande al sur.
Tanto el poder ejecutivo y el poder legislativo, eran elegidos
periódicamente en votaciones libres, informadas y con voto secreto. El sistema
daba garantías a todos los sectores de la sociedad y era el pueblo el actor
soberano de donde emergía la legalidad y legitimidad, para que estos poderes
pudieran ejercer sus mandatos.
El período de oscurantismo democrático que Chile vivió durante
17 años, nos legó una constitución que ha causado resquemores desde 1980,
cuando fue promulgada. Durante el gobierno de Ricardo Lagos, se efectuaron las
mayores modificaciones y, con más o menos tropiezos, nos ha acompañado hasta
hoy.
Durante el gobierno de Michelle Bachelet se han dedicado horas
y horas anunciando un eventual cambio de esta Constitución. Reuniones,
conferencias de prensa, tiempo en los noticiarios de la TV, editoriales en la
prensa escrita y mucho más, tal vez demasiado, han marcado este incipiente
interés en tener una nueva carta fundamental.
Personalmente, he seguido todo el trayecto de las noticias
sobre el eventual cambio. Sin ser experto en el tema, encuentro que el
esfuerzo que implica, no se justifica, dado que lo que hoy
tenemos, nos ha permitido poder convivir, en democracia, durante un cuarto de
siglo y no se vislumbran nubarrones en el futuro, como para ponerse en guardia
a este respecto. O sea, bastaría, tal vez, algunos cambios.
La semana pasada, un grupo de parlamentarios de derecha
presentó, ante el Tribunal Constitucional, un recurso para determinar la
constitucionalidad de unas partidas incluidas en el proyecto de presupuesto
para la Nación, en 2016.
El Tribunal acogió dicho recurso, escuchó a las partes y, posteriormente,
falló, dándole la razón al grupo de parlamentarios de derecha. En otras
palabras, determinó inconstitucional, lo que el Congreso había aprobado, en
pleno ejercicio de sus funciones, días antes.
No tiene sentido que un organismo, introducido en la génesis
de la constitución de 1980, incoada por la dictadura del general Pinochet y
avalada por su mayor orejero, Jaime Guzmán, pueda determinar la constitucionalidad
de una decisión del Congreso, por sí y ante sí, en fallo único sin apelación.
Sobre todo, que el Congreso, representando al Poder
Legislativo y elegido democráticamente por el pueblo soberano, tiene entre sus
funciones, aprobar leyes orgánicas constitucionales y realizar cambios a la
Constitución.
¿De dónde le proviene, entonces, dicha autoridad, al Tribunal? ¿Puede
darse el caso que este organismo declare inconstitucional un cambio
hecho por el Congreso, a la Constitución?
Ahora, un cambio a la Constitución ya no me parece tan innecesario.
Aunque, tal vez, bastaría con una pequeña operación cosmética.
El Tribunal emitió el fallo contra lo decidido por el
Congreso, el mismo día que se conmemoraban 9 años del fallecimiento del general
Pinochet..., demasiado alegórico…
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